¿Por qué tememos miedo al cambio? Cuando entendamos cuáles son las fases que afrontamos durante un cambio, podremos acelerar su proceso y por supuesto, la salida. Los miedos son similares si nos enfrentamos a un nuevo trabajo, a una nueva relación afectiva, una enfermedad o a una pérdida, aunque lógicamente la profundidad de la curva y su duración será bien distinta.
Como muestra esta gráfica (aunque nunca es tan lineal), hay días que nos sentimos fuertes y avanzamos a paso acelerado y otros en que parece que retrocedemos kilómetros. Pero es normal. Así son nuestras emociones. Al reconocer las fases, aprendemos a acelerarlas. Esto parece la trama de una película de aventura, pues sí, ¡exactamente en esto se basan los guionistas para escribirlas!
Nuestra mente va más deprisa que nuestros sentimientos. Podemos comprender la lo Buenos de las cosas que nos ocurren o incluso el sentido de una pérdida muy fuerte. Sin embargo, aunque comprendamos, eso no significa que no suframos. Cualquier cambio que implique una transformación y un aprendizaje vivirá fases con una determinada duración, pero si somos capaces de comprenderlas, al menos tendremos más recursos para atravesarlas y vivirlas desde una actitud de protagonista y no como víctima. Conozcamos estas fases:
Llamada a la Aventura: Un cambio puede venir de algo que has buscado (nuevo proyecto, nuevo amor, tener un hijo); o inesperado y desconcertante (un error, un despido, la pérdida de un ser querido). Los primeros lógicamente son más sencillos, pero ambos pueden ser duros. En esta fase lo más importante es decirse: ¿Cuál es la invitación que tengo para dar lo mejor de mi mismo?
Negación: No hay héroe que no tenga un momento de debilidad o de duda. El motivo es sencillo: la mente actúa como un parapeto para aceptar los cambios. En esta fase están las quejas, los enojos, culpar al otro o caer en el victimismo. Así sucede, por ejemplo, cuando vivimos algo doloroso, como un fracaso. La negación niega la realidad, nuestras emociones o nuestras responsabilidades y es posiblemente, la fase más difícil de superar. En esta fase pregúntate: ¿Qué papel he jugado en todo esto? ¿Qué puedo aprender? ¿Qué me está doliendo?
Miedo: Es la emoción reina en nuestra vida y que siempre nos acompañará. Existen dos tipos de miedo: el sano, que es la prudencia y el tóxico, que es el que nos detiene. El desafío no es no tenerlo, pues es imposible, sino que al menos no nos impida seguir adelante. Pregúntate: ¿Qué es lo que quiero perder? A pesar de mi miedo ¿qué decisiones podría tomar?
Travesía por el desierto: Cuando caemos en la frustración o aceptamos una pérdida surge el desierto. No existe héroe ni en los cuentos, ni en las religiones que no atraviesen su desierto metafórico. Es el momento de rendición, de aceptar el dolor y de tocar con nuestra humildad. El desierto siempre es un lugar de “intercambio”. Perdemos cosas para ganar otras. Es imposible abrirnos a aprendizajes nuevos si no desaprendemos otros. Pueden durar minutos o meses. Pero si queremos salir del dolor el único camino es aceptarlo y no negarlo. La mirada positiva es válida solo cuando se ha abrazado lo que nos duele, no cuando se niega. Aquí la reflexión de la fase es: ¿De qué tengo que despedirme? ¿Y qué nuevas posibilidades se abren?
Nueva realidad y nuevos hábitos: Todo el mundo sale del desierto en algún momento, excepto casos extremos. Es entonces, cuando aparece una nueva realidad, que se acompaña de unos nuevos hábitos. Hemos integrado el proceso y vamos experimentando con una nueva realidad.
Y cuando termina la curva comienza otra. De hecho, cada día vivimos al mismo tiempo diferentes curvas tanto a nivel personal, como profesional, y ese es el gran síntoma de que estamos vivos.